Un muro de cal y canto
- sarturovargasm
- 25 oct 2024
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Durante el periodo colonial y la mayor parte del siglo XIX, Veracruz fue la principal puerta de entrada y salida de personas y mercancías de la Nueva España y el México independiente, y por ende, el principal punto de enlace de la América hispana septentrional con el Viejo Mundo. Esta posición de privilegio, convirtió al puerto en el objetivo fundamental de las ambiciones de los enemigos de la Corona española, por lo que desde muy temprano, se planteó la necesidad de conformar una estructura de defensa capaz de hacer frente a un ataque de potencias como Inglaterra, Francia y los piratas que infestaban el Seno mexicano.
No obstante, hay que señalar que tras el asentamiento de Veracruz en el lugar que hoy ocupa, era poco lo que se había hecho para proteger a la incipiente población de una irrupción enemiga, que hasta ese momento, tenía como único resguardo las obras realizadas en el islote de San Juan de Ulúa, mismas que tras el ataque del pirata Hawkins en 1568, se vieron reforzadas con la adición de algunas fortificaciones menores.
Así, no fue sino hasta el primer tercio del siglo XVII cuando se construyeron los primeros elementos de lo que sería el recinto fortificado de Veracruz: los baluartes de La Caleta, al norte de la villa y otro más al sur, según José Calderón Quijano “probablemente el de Santiago, que no se había terminado en 1635”. Desafortunadamente, durante los siguientes años, la rivalidad entre los ingenieros y militares a cargo de las defensas del puerto provocó el retraso de los trabajos de fortificación, pese a que ya para entonces se reconocía la urgencia de aumentar sus defensas, ante la posibilidad de un embate por parte de los piratas ingleses que en 1662 se habían posesionado de Santiago (Cuba) y que un año más tarde, atacarían Campeche.
En consecuencia, a partir de 1663 se continuó con la construcción y mejoramiento de las fortificaciones de la plaza que ya para entonces constaban de ocho baluartes, baterías y un muro que rodeaba la mayor parte del recinto, “de seis cuartas de alto y media vara de grueso” y algunos tramos de estacada (Calderón). Con todo, era evidente que estas defensas, hechas con premura por el temor a un ataque pirático, distaban mucho de ser una protección eficaz, por lo que al poco tiempo, se propuso un nuevo plan de fortificación, en el que se sugería la construcción de una nueva muralla, más robusta y resistente.
Como es sabido, la falta de decisión para llevar a cabo las obras necesarias, prolongó el estado de indefensión de la villa un par de décadas más, hasta que el 18 de mayo de 1683, los legendarios piratas Laurens de Graaf, Lorencillo y Monsieur Ramón desembarcaron en La Antigua, desde donde se dirigieron a la Nueva Veracruz, cuyos habitantes fueron incapaces de resistir el ataque de los facinerosos, que saquearon la ciudad y vejaron a sus pobladores impunemente durante los siguientes días.
Tras el desastre, se sucedieron diversos planes para la protección de la ciudad, que pese al evidente peligro en que se hallaba, en su mayoría fueron rechazados, si bien se hicieron algunos trabajos provisionales en espera de la aprobación real para la construcción de las obras definitivas. Al respecto, cabe citar al célebre aventurero italiano Gemelli Careri, quien en 1697, a su paso por Veracruz, describe la muralla y dice que quienes la hicieron “abiertamente defraudaron al rey”, ya que en su opinión, ésta no era más que una pared de poco espesor, de apenas seis pies de altura, casi cubierta de arena por la que incluso, era posible pasar a caballo.
A principios del siglo XVIII, durante el mandato del virrey Juan de Acuña marqués de Casafuerte, se abrió la Puerta Nueva o Puerta de Acuña, que se sumó a las de México, “cuya finalidad principal era el tráfico de los arrieros que transportaban las mercaderías a todo el virreinato”; y la de La Merced, que permitía la comunicación con los habitantes de extramuros (Calderón). Décadas más tarde, según José Antonio de Villaseñor, había un total de cinco entradas al recinto amurallado: la primera constaba de “dos puertas a la entrada del muelle. Una con guardia de infantería (…) y otra, que daba al mar”, donde arribaban las embarcaciones que traficaban con pescados y mariscos. Otra puerta estaba situada en el lienzo de muralla del baluarte de La Caleta; una más, la de Atarazanas, sólo se abría para el uso de las autoridades reales o de la ciudad.
En cuanto a la muralla, Villaseñor afirma que ésta medía un poco más de dos varas de alto, hecha de cal y canto y coronada por una estacada doble de madera que tenía la misma altura del muro.
Ya durante el reinado de Carlos III, con la entrada de España en la guerra de los Siete Años (1762), y ante el temor de un ataque inglés, el virrey Cruillas ordenó que se reparara la muralla, que ya para entonces nuevamente estaba en un estado lamentable. Así, se desalojó la arena que la cubría, y se colocaron estacas en los tramos donde hacían falta. De acuerdo con un informe del ingeniero Ricardo Aylmer, fechado el 9 de marzo de 1763, el recinto tenía una extensión de 400 varas; su reparación, de acuerdo con el gobernador Crespo había tenido un costo de 48,244 pesos, dos tomines y tres granos.
No obstante, una vez pasado el peligro, el muro fue dejado en el ruinoso estado de siempre, cubierto por las arenas que circundaban la plaza y privado de sus estacas, las cuales eran arrancadas por los vecinos para darles diversos usos.
Un aspecto que cabe destacar -y que ha sido dejado de lado por la mayor parte de los autores que han abordado el tema- es que ya en el último tercio del siglo XVIII la muralla era considerada inútil como defensa de la ciudad, pues se pensaba que en caso de un ataque, por su debilidad, el lienzo no resistiría la artillería del enemigo. Sin embargo, dado el enorme contrabando que existía en la zona, se pensó en la conveniencia de reforzar el muro, por lo que en 1789, el segundo virrey Revillagigedo ordenó que éste se rehiciera en su totalidad de mampostería, con lo que se evitaría el excesivo y continuo gasto de la reposición de las estacas. Si bien el virrey estaba consciente de que el proyecto representaba una inversión importante, consideraba que la misma se vería amortizada con el ahorro de los salarios de los numerosos guardias que en aquel momento eran necesarios para vigilar la plaza, así como para el cobro de los derechos de las mercancías en tránsito. De esta manera, la muralla de Veracruz dejó se ser vista como parte de la estructura de defensa para convertirse en un elemento fundamental del sistema de resguardo fiscal.
Según la descripción del ingeniero Juan Camargo, el nuevo lienzo era “una “pared sencilla de una vara de grueso y cuatro a cinco de altura, en la que hay abiertas aspilleras para que el soldado haga uso del fusil desde la banqueta”.
Acorde con su nueva función, durante los siguientes años se adicionaron al muro varios garitones y se repararon las garitas de las entradas, con el fin de reforzar la vigilancia e impedir las introducciones y extracciones ilícitas de productos y mercancías, e incluso, se plantearon nuevos proyectos para aumentar el área del recinto, ya que se pensaba que su estrechez contribuía a hacerlo insalubre y favorecía el contagio de padecimientos como el temido vómito negro. Entre estas propuestas destaca la de Diego Panes y Abellán, inquieto personaje entre otras cosas, propuso la construcción de un moderno camino carretero entre México y Veracruz, y fue gobernador interino durante un corto periodo, lapso en el que participó en la planeación de numerosos proyectos y obras de defensa para Veracruz y las costas circunvecinas.
En su propuesta, presentada en 1801, Panes exponía la necesidad de construir cinco nuevos baluartes, hacer entradas dobles en las puertas de México y La Merced, agregar otro acceso a la plaza y edificar “tambores” exteriores de rastrillo en las puertas de tierra, así como construir un mercado y hacer algunas modificaciones a la figura del recinto. Como es de suponer, el plan de Panes, como tantos otros, fue desechado debido a la sempiterna falta de recursos que aquejaba a la Corona, por lo que la muralla continuó sin cambios sustanciales, si bien durante la guerra de Independencia recuperó su papel como parte del sistema de defensa del puerto, ante los constantes ataques de los insurgentes que pese a la supuesta debilidad del muro, nunca pudieron vencer su resistencia.
Ya en la segunda mitad del siglo XIX, numerosas voces comenzaron a cuestionar la pertinencia de la muralla y su existencia misma. De acuerdo con Romeo Cruz Velázquez, dicha exigencia se fundamentaba en la consabida inutilidad militar del muro, pero sobre todo, en la necesidad de ensanchar el recinto de la ciudad, que tras los turbulentos años de la guerra de Reforma y la Intervención francesa había aumentado su población de forma notable, por lo que se requería de un mayor espacio para la construcción de viviendas, lo que según los promoventes del proyecto, contribuiría a mejorar la higiene de la plaza.
Si bien las primeras iniciativas fueron rechazadas por el gobierno federal, durante los siguientes años la idea de derribar el muro, encabezada por la oligarquía porteña, fue ganando adeptos, por lo que, en opinión de Cruz, con el arribo de Porfirio Díaz al poder, se dieron las condiciones para que el proyecto de derribo fuera aceptado. Así, una vez que el Ejecutivo dio su anuencia, se procedió a tirar abajo el lienzo y los bastiones que durante poco más de 200 años, habían custodiado al puerto y sus habitantes.
La destrucción de la muralla de Veracruz iniciada en 1880, marcó el fin de una época, y el comienzo de otra, que se caracterizó por las ideas de modernidad, orden y progreso. La estabilidad interna impuesta por el porfirismo, el pleno reconocimiento del Estado mexicano en el concierto internacional y los avances tecnológicos, hicieron obsoletas las fortificaciones militares que salvo contadas excepciones, quedaron relegadas, considerándoseles vestigios de un pasado que se quiso sepultar bajo las vías del desarrollo.
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